Por Rodil Rivera Rodil
Serie de artículos sobre conceptos básicos del derecho notarial:
I La fe pública
II El notario
III La función notarial
IV El notariado
La fe pública
No son pocos los juristas que están convencidos de que los cambios que periódicamente experimenta el derecho positivo son impulsados, básicamente, por el resultado del trabajo teórico de los especialistas. En otras palabras, que la doctrina es la principal fuente, sino la única, de la evolución del derecho.
Nada más alejado de la verdad. Es, por el contrario, el derecho positivo -y la misma doctrina- el que se va adaptando paulatinamente a la constante transformación de la sociedad, o más propiamente, de la índole de las relaciones sociales. Por esto mismo, los ordenamientos jurídicos va siempre a la zaga del desarrollo social. Y es tanto este retraso que ciertos autores, como el chileno Eduardo Novoa Monreal, sostienen que las leyes rápidamente se convierten en lastre para el progreso.
En su conocida obra, titulada El derecho como obstáculo al cambio social, Novoa sostiene que nuestras leyes son influenciadas por la cultura jurídica continental europea que surge de la Revolución Francesa, y principalmente del Código de Napoleón de 1803 que en el que se plasma el triunfo sobre los privilegios feudales, y agrega:
“Pero al cristalizar esas ideas en los códigos fundamentales, ellas pierden esa fuerza pujante que llevó al triunfo de la Revolución y se convierten en garantía de una nueva forma de vida, quieta y segura. O sea, se convierten en conservadoras”.
De otro lado, los conceptos, nociones o principios fundamentales del derecho no siempre son entendidos o explicados de igual manera. Esto se debe, entre otras razones, a la gran diversidad de legislaciones que existen, a que muchos tratadistas son propensos a buscar en los conceptos matices tan sutiles que en muchos casos terminan encontrando diferencias donde no las hay y, quizás lo más importante, a que en las definiciones que proponen se suelen incluir características que no son primordiales, que son meramente complementarias, extrínsecas o accidentales.
Por ello, los conceptos jurídicos no debe contener más que lo fundamental, lo que hace que la cosa sea, por lo que si tiene menos no es y si tiene más deja de serlo. Dicho de otro modo, un concepto es más acertado cuanto más se prolongue su vigencia, aunque ésta no será eterna porque la realidad social siempre estará en permanente innovación. Por tal circunstancia, los conceptos no pueden ser demasiado extensos. En palabras de Eduardo J. Couture: "la precisión de un concepto jurídico es sólo aparente y a medida que se medita sobre él se advierte de qué manera se va ensanchando y perdiendo exactitud".
El tema notarial, en un sentido muy amplio, podría decirse que data de los antiguos egipcios y hebreos y, más concretamente, de cuando aparecieron personas que desempeñaban funciones con alguna similitud a la de los Notarios de nuestra época. En la Edad Media, entre 1090 y 1230 funcionó la llamada "Escuela de Bolonia" dedicada al estudio de temas notariales, sobre la base del "Corpus iuris civilis" (compendio del Derecho Romano recopilado por orden del emperador Justiniano entre 529 y 534) y cuyo principal representante fue Rolandino Passagiero, conocido como el "Príncipe de los Notarios".
El Derecho Notarial, como tal, nace en la época contemporánea, con la ley francesa de 1803. De ahí que al sistema del notariado latino se lo conozca también como "sistema francés". Y, no obstante, en la primera mitad del siglo XX aún no había alcanzado su autonomía, esto es, la posibilidad de construir sus propios principios o postulados generales, que más tarde lo consagraría como una auténtica rama del Derecho.
El citado jurista uruguayo, Eduardo J. Couture, en su enjundiosa obra "El concepto de fe pública", publicada en 1947, se refiere al tema de la autonomía del Derecho Notarial en los siguientes términos: "importantísima rama del derecho, tan ligada a antiguas tradiciones, y tan urgida hoy de una autonomía que va conquistando por derecho propio".
A manera de ensayo, me propongo esbozar en tres o cuatro artículos algunos breves comentarios, desde la óptica de la doctrina, acerca de los conceptos principales del Derecho Notarial: la fe pública, el Notario, el Notariado y la función notarial.
Y me refiero a la doctrina porque no se debe olvidar que en el texto de las leyes no deben figurar estos conceptos fundamentales. Aparte de ser totalmente innecesarios, o se quedan cortos o pecan por exceso. Las definiciones sólo caben cuando se refieren a términos estrictamente técnicos y cuando la materia de la ley así lo exige.
Couture escribe al respecto: "... bien sabemos que no es misión del legislador dar definiciones sino instituir normas, es decir, proposiciones hipotéticas de una conducta futura".
Comenzaré con la fe pública, que hasta algunos años era considerado el concepto por excelencia del Derecho Notarial, al grado que Couture afirma en su mencionada obra que "El concepto que se tenga de la fe pública es el concepto que se tenga del derecho notarial".
Y así era, en efecto, porque la función de los Notarios se reducía en ese entonces a dar la fe pública a determinados actos jurídicos. Pero con el tiempo, los legisladores les fueron confiriendo atribuciones en las que ésta brilla por su ausencia y que, sin embargo, es menester que sean recogidas en nuevas concepciones doctrinarias.
Por razones de espacio, y por incluir varios de los elementos más conocidos conceptos de la fe pública, reproduciré aquí únicamente el que figura en la 20 edición del Diccionario Enciclopédico de Derecho Usual de Guillermo Cabanellas:
“Veracidad, confianza o autoridad legítima atribuida a notarios, secretarios judiciales, escribanos, agentes de cambio y bolsa, cónsules y otros funcionarios públicos, o empleados y representantes de establecimientos de igual índole, acerca de actos, hechos y contratos realizados o producidos en su presencia; y que se tienen por auténticos y con fuerza probatoria mientras no se demuestre su falsedad”.
Esta definición, aunque contiene auténticos elementos de la fe pública, a mi modo de ver, adolece de falta de precisión por las razones siguientes:
1.- Aparte de la "veracidad", que sí es consustancial a la fe pública, la "confianza" (que para el mismo Cabanellas es sinónimo de "esperanza") no lo es. La fe pública demanda certeza, no esperanza. Otra cosa muy distinta es que los encargados de conferirla deban gozar de la confianza indispensable para tan importantísimo cometido.
2.- Tampoco puede considerarse atributo fundamental de la fe pública la "autoridad legítima” atribuida a los Notarios y otros funcionarios y particulares. De acuerdo con el mismo Cabanellas, "autoridad" equivale a “potestad, poder o facultad que uno tiene para hacer alguna cosa, y debemos recordar que tal poder no es propio de quienes otorgan la fe pública, sino que es exclusivo de quien se los delega o atribuye, que no es otro que el Estado; por ello, la fe pública siempre se confiere en su nombre.
Algunos autores, como Molleda, son del parecer que quien da la fe pública "no es nunca el Notario, sino el ordenamiento jurídico”. Otros piensan que la sociedad es su verdadera fuente. El Escribano argentino, Juan Cruz Ceriani Cernadas, se pronuncia a favor de esta última posición en los siguientes términos, que me permito compartir con los lectores por su calidad literaria:
"¡Qué capacidad esta de dar fe! Tiene algo de sagrado. Pareciera que la sociedad, al delegarla en los notarios, incursionara en itinerarios metafísicos, no ya jurídicos. Trasciende la persona, pero es para las personas. Implica nada menos que creer, dar crédito no a algo sino a alguien. Y ese alguien debe ser el primero en creer que está llamado a dar responsablemente esa fe."
3.- La enumeración de las personas autorizadas a otorgar la fe pública, que aparece en la definición de Cabanellas es limitativa. En efecto, en el pasado sólo los Notarios estaban autorizados para darla. En el presente, la pueden conferir otros particulares y funcionarios. Y, desde luego, no podemos descartar la posibilidad de que más adelante otras personas y profesionales puedan también gozar de esta potestad, y,
4.- La "fuerza probatoria mientras no se demuestre su falsedad", que introduce Cabanellas en su definición, no es intrínseca al concepto de fe pública; es meramente circunstancial, la falsedad puede darse o no. Del mismo no puede formar parte ningún carácter presuntivo, pues acarrearía su propia negación. Una certeza que, a la vez, puede ser falsa se vuelve una antinomia jurídica.
De hecho, una de las razones de la existencia de la fe pública es, precisamente, que no haya necesidad de probarla en un tribunal. El jurista español Enrique Giménez-Arnau en su monumental obra “Derecho Notarial” expresa:
“Se ha convertido ya casi en un tópico aquella afirmación: “El número de sentencias debe estar en razón inversa del número de escrituras: teóricamente, Notaría abierta, Juzgado cerrado”.
Francisco Carnelutti, por su lado, también opina igual:
“Se podría afirmar sin rodeos una antítesis fundamental entre el juez y el notario; cuanto más notario tanto menos juez; cuanto más consejo del notario, cuanto más conciencia del notario, cuanta más cultura del notario, tanto menos posibilidad de litis, y en cuanto menos posibilidad de litis, tanto menos necesidad del juez”.
En cuanto al derecho positivo, ni en la ley española de 1862 ni en las demás de Centroamérica que he consultado, (incluyendo las de Honduras desde la primera de 1882 hasta la actual de 2005) se define la fe pública. En el Código del Notariado únicamente se hace mención de ella en el artículo 5, al decir que el Notario tiene “carácter de fe pública”.
De otro lado, nuestra legislación penal extiende la fe pública a las monedas, lo cual es indebido. Las cosas no pueden ser objeto de la fe pública (salvo indirectamente; en el acta de un inventario, por ejemplo) que solamente es aplicable a los actos y hechos jurídicos que, cabalmente por ello, pasan a tener el carácter de instrumentos o documentos públicos, que en nuestro Código Procesal Civil son específicamente enumerados en el artículo 271, como sigue:
"1) Las ejecutorias y actuaciones judiciales de todas clases y los testimonios que de las mismas expidan los secretarios; 2) Los otorgados ante y por notario, según la ley de la materia; 3) Los otorgados ante funcionario o empleado público legalmente facultados para dar fe el ejercicio de sus atribuciones; 4) Los expedidos por Corredores de Comercio y las certificaciones de operaciones en que hubieren intervenido, en los términos y con las solemnidades que prescriben el Código de Comercio y las leyes especiales; 5) Las certificaciones expedidas por los registradores en los asientos registrales; 6) Los que, con referencia a archivos y registros de órganos del Estado, de las Administraciones Públicas o de otras entidades de Derecho Público, sean expedidos por funcionarios públicos legalmente facultades para dar fe de disposiciones y actuaciones de los órganos en que ejercen sus funciones, y, 7) Las ordenanzas, estatutos y reglamentos de sociedades, comunidades o asociaciones, siempre que estuvieren aprobados por autoridad pública, y las copias autorizadas en la forma prevenidas en el numeral anterior".
Pese a no figurar en la anterior disposición, el Código Penal contempla como "delitos contra la fe pública (artículos del 274 al 279) la falsificación, alteración y cercenamiento de monedas nacionales”, atribuyéndoles una calidad de instrumentos públicos que no tienen.
El tema de si la fe pública es un bien jurídico que deba ser protegido por la normativa penal ha sido objeto de mucho debate. Couture menciona que el legislador italiano fue el primero que adoptó esta tesis.
A mi parecer, contra la fe pública como tal, esto es, como concepto jurídico (abstracto, por definición) no procede hablar de transgresión o penalización. Ésta sólo cabe contra las violaciones de los preceptos concretos que regulan su otorgamiento.
Las monedas, como representaciones de dinero, pertenecen más al campo de las categorías económicas que a las jurídicas. Aun cuando caigan bajo el ámbito de la ley, su destino y vicisitudes (su devaluación o revaluación, para el caso) dependen principalmente de las leyes de la economía y no tanto del control del Estado, lo que, en cambio, sí sucede con los actos y hechos jurídicos objetos de la fe pública que, por tal motivo, disfrutan de inmutabilidad.
Es evidente que la incorporación de este delito en nuestra legislación penal es producto de un error conceptual que alguna vez tendrá que ser corregido tipificándolo, ya sea en las "infracciones contra la economía" o en los "delitos financieros". Al comentar esta incorrecta extensión de la fe pública, Couture afirma:
"Sucede entonces, que la fe pública ha perdido su originario contenido y, en lugar de ser una atestación de la autoridad, se ha convertido en un símbolo o una mera representación. Ya evadido de su primitivo contenido, el concepto de fe pública se transforma en una mera opinión, espontánea unas veces, impuesta por el Estado otras".
Algunos autores dividen la fe pública en cuatro clases: 1) Administrativa, respecto de los documentos expedidos por las propias autoridades en los que se consignan resoluciones que provienen de la actividad ejecutiva, legislativa o reglamentaria; 2) Judicial, relacionada con las actuaciones del poder judicial que, siguiendo la tradición española, corre a cargo de los secretarios de los tribunales; 3) Extrajudicial o notarial, otorgada por los Notarios, y, 4) Registral, que se refiere a las certificaciones sobre asientos registrales extendidas por los registradores.
En mi opinión, la fe pública es una sola, lo que no obsta para que los instrumentos públicos puedan ser clasificados en razón de quienes los autorizan, es decir, por los funcionarios públicos o por los particulares que se la confieren. Así, podemos hablar de documentos públicos administrativos, judiciales, legislativos y registrales, cuando provienen de estos funcionarios públicos, y notariales, de correduría y societarios, cuando emanan del Notario, del Corredor de Bolsa o del secretario de una sociedad.
Como corolario de lo expuesto, he aquí un somero resumen de los componentes centrales que, a mi juicio, deben tenerse en consideración para fijar el concepto de la fe pública:
1.- La fe pública es la verdad oficial y por ello brinda calidad de veracidad a determinados actos y hechos jurídicos; es inherente o consustancial al Estado (como lo es imponer tributos para su funcionamiento). En palabras de Tornell: "Fe pública es fe del Estado". Sahanuja y Soler, en su "Tratado de derecho notarial", proclama que "La fe pública ha siempre función inherente a la soberanía y el notario es la persona a quien se delega para el ejercicio de esta función soberana”.
Por ello, en ninguna ley aparece la facultad del Estado para dar la fe pública. A ésta sólo compete establecer los requisitos que deben reunir los encargados de otorgarla, especialmente los Notarios, para asegurar su idoneidad y la responsabilidad que sumen.
Dicho sea de paso, la fe pública no siempre provino del Estado. Los “tabellios” fueron posiblemente los primeros funcionarios de Roma que, en un largo proceso, se ganaron la confianza popular y pasaron de redactar y conservar documentos a dar fe de su autenticidad. En ese entonces, pues, la fe pública la delegaba directamente el pueblo.
2.- La razón de ser de la fe pública radica en la necesidad de la seguridad jurídica que conlleva la veracidad que imprime el Estado. Por tal motivo, como expresamos antes, no debería ser necesario acreditarla ante un tribunal, salvo excepcionalmente.
3.- A la ley toca determinar qué actos y hechos jurídicos son acreedores de la fe pública y, especialmente, la solemnidad con que debe estamparse, la cual es imprescindible para su validez. El artículo 270, numeral 2, de nuestro Código Procesal Civil, dispone:
"Son documentos públicos los autorizados por un funcionario judicial, por un notario o por un funcionario público competente, siempre que se cumplan las solemnidades requeridas por la ley".
Y como lo pudimos apreciar en el artículo 271 del mismo Código, la solemnidad es requerida aun para los documentos públicos emitidos por los Corredores de Comercio y los secretarios de las sociedades mercantiles, o sea, por particulares muy alejados de la clásica figura del Notario.
La solemnidad tiene mucho de atavismo. Los antiguos envolvían los hechos más importantes de su vida, como el nacimiento o la mayoría de edad, en ceremonias llenas de ritos y simbolismo que el derecho fue recogiendo a través de los años. Pero hoy como ayer, aun con el uso de los modernos medios electrónicos, esta formalidad, particularmente en las actuaciones notariales, sigue prestando una reforzada eficacia y seguridad a los actos y hechos jurídicos sobre los que recae.
En la actualidad, la solemnidad va más implícita en el acto mismo de la dación de la fe pública que en sus signos exteriores, como ocurre con las certificaciones que, sin mayor trámite, extienden los funcionarios públicos. De ahí que algunos autores sostengan que los autorizados para este propósito, más que autorizar actos con la fe pública, los "solemnizan".
Para finalizar, el concepto de fe pública que estimo que recoge sus elementos torales, es el siguiente: Carácter de veracidad conferida, con especial solemnidad, por funcionarios y particulares delegados por el Estado a determinados actos y hechos jurídicos.